El lenguaje del cobijo

Por una fallida categorización de la poesía femenina: ¿es el lenguaje de cobijo el lenguaje de la minoría?

¿Quién cuidará de ti cuando el cansancio
ocupe el sitio de tu fortaleza?

Francisca Aguirre. 

Hay cierta fe humana en clasificar, al final en el límite que se cierra sobre el concepto se da el lugar desde donde se construyen los lenguajes, si mesa fuese un concepto tan tan amplio que no nombrase mesa, quizá jamás podríamos cenar, pedir croquetas, recoger el mantel. Quizá por eso, por las sospechas, las sospechas de lo fronterizo y de lo propio, empecé un mapa de dudas para preguntarme si tiene sentido hablar de una poesía femenina, o de unos rasgos que pueden ocuparse cuando la persona que escribe es mujer.  La primera palabra que surgió para pensarlo tenía que ver con poesía matriz, donde entraba el cuerpo y entraba de alguna forma lo femenino y que me llevaba a lugares distintos a los acostumbradamente nombrados como “temas” de la poesía femenina y que, a su vez, permitían la entrada de lo físico, del cuerpo, de una manera visceral y visible.

Pensar mujer y matriz en términos de hoy ya parecía ya un enfoque destinado a la avería, si bien es cierto el concepto matriz como gruta y como cierta supervivencia radical seguía, de alguna manera, ayudándome a identificar rasgos. Hay una parte radical en escribir cuando siquiera queda hueco al cuerpo propio, en hacerlo sin el aplauso, en hacerlo pese a todo, en momentos de vulnerabilidad o ruego: una fe que tiene que ver con ese concepto o arquetipo primigenio que es el vientre, la matriz y que resuena de una manera concreta en la poesía escrita por mujeres: una determinada atención. La llamada intimidad que en verdad es una externalidad, una extremidad de darnos en voz de unas, a otras, una amplitud de tantas, un sostén invisible desde donde dar pie al mundo.

Una poesía femenina que vaya más allá del cuerpo deseante, como se empeñan en clasificar, sino en dudar y cuestionar, tanto esa temática que asocia a la poesía femenina con la sexualidad, como para abrir nuevas preguntas hacia el detalle, hacia lo pequeño o lo mesurable. El cuerpo está, pero cómo. La sexualidad está desde dónde. Decimos y decimos, pero cuánto decimos que no se detienen a ver los que legitiman: los temas en sí ya son, como en narrativa, distintos, necesarios y plurales. 

Hoy la palabra mujer sucede en conflicto, si bien es cierto toda mujer (venga de origen del cuerpo que venga) está de alguna forma unida por la posición, por el rol, por el cuestionamiento continuo y la influencia constante por responder a una serie de expectativas interminables, desde un lugar de duda, de diaria contradicción en lo cotidiano y en la creación: mujeres que han leído a hombres que no hablaban de aquello que a nosotras nos ocupa, mujeres que siguen leyendo a hombres pero que comienzan a decir, deben decirse, deben abrir y dar su realidad, su diferencia, pero que aún no pueden dejar de saber que suben el volumen del altavoz cada vez que ponen en pie la duda o su deseo: mujeres que cuando se dicen, dicen en colectivo, cuya escritura se ha denotado como “desde el interior” cuando ya el interior sucede abierto hacia el exterior en su entidad misma. 

Lo masculino sigue siendo claro, aunque comienza poco a poco a afectarse, sus límites y fronteras están viviendo un desalojo, pero mientras esto sucede los teóricos siguen siendo ellos, los que dominan las antologías- salvo que estas sean pretendidamente femeninas- son ellos, los que nos dan lecciones de estética, de ética, de historia, de fe, de concepto, de calidad, de interés, siguen siendo y son tradicionalmente ellos. Cada vez menos, pero aún. 

Desde dónde escribir, para qué escribir: rescatar el presente intentando cada vez estar más libres de su pasado aprendido, más en eco para entender las posiciones que nos precedieron, las penínsulas que dieron fe a la isla que cada una somos. Ser, de afín, archipiélagos. 

Personalmente podemos escoger una lectura de la sospecha (entiéndase por sospecha búsqueda y recogida de indicios), decidir leerlas a ellas, buscar históricamente, recuperarlas (hay muchos proyectos, generalmente regentados por mujeres, que están encargándose de esta labor de visibilizar en distintas áreas la figura de la mujer creadora, que en algunos casos es directamente inexistente), ocupar el tiempo en la lectura de la obra escrita por las mujeres, por eso, y aún a riesgo de lanzar un artículo de dudas, equivocaciones y sospechas sin sentido, este artículo lleva escribiéndose sin escribirse varios años ya, pues parece imposible pensar lo femenino e, incluso, pensarlo históricamente si todavía hoy hay grandes ausencias. ¿Tiene sentido la pregunta cuando aún no tenemos todos los sentidos, todos los recorridos que se han hecho, que se están haciendo y lo que nos llega nos llega autorizado desde la industria? Personalmente hay algo que me dice que sí, insisto, aunque me equivoque: por el propio lujo incluso de hacerlo.

De alguna forma al pensar sobre la poesía de las mujeres, poesía femenina, solo puedo caer una y otra vez sobre el concepto del cuerpo. 

El cuerpo como elemento central de unión, de eco, de unas a otras.  El cuerpo lleno dentro de sí, de cuerpo, el cuerpo con cuerpo, sin Platón, sin Aristóteles, sin pensamiento occidental, sin pecado, o pese a los ojos de pecado: el cuerpo ocupándose del cuerpo mismo.

¿Es que la poesía masculina está desmembrada, sin órganos? No: pero tiende naturalmente a la abstracción, al símbolo, a la idea, a subir la cabeza hacia arriba y asombrarse, a afectarse de las musas y no tocar tierra, no pisa igualmente la idea que el arañazo. El hombre juega y juega con la eternidad, inventa estrofas, se reta a rimas, pelea mientras el cuerpo (femenino) aviva la lumbre.

Qué arcaico y qué básico, pienso al releerlo y a su vez, por qué no poder ya decir sin ser apuntalada, ajusticiada, matizada, re-anotada porque el origen tampoco es nuestro ya y está en duda.

La poesía femenina, que acoge mucho más que lo femenino, como lo acogen actualmente las luchas feministas, es una poesía de tierra, una poesía de raíz, una poesía donde el órgano grita presente, como si no pudiésemos olvidar en ningún momento el carácter de lo terrenal, de lo telúrico. 

Y digo que acoge mucho más que lo femenino porque entra la raza, entra la minoría, entra lo queer, entran las distintas sexualidades, los disidentes, la poesía de los perdedores (¿no lo han sido las mujeres al ser la voz silenciada, por tanto, siempre arrojadas a la pérdida?) entra, y quizá sea totalmente ese el rasgo principal, la conciencia del entorno, del otro, de ser parte de. Incluso cuando hablamos de la poesía confesional, de la poesía más visceral, de la poesía del duelo o de cierto despecho, hay una conciencia plena de los órganos, del cuerpo, de estar pisando rodeada de otros, en comunidad. Tomar conciencia plena, encargarse, reclamar este lugar de escritura, esta vivacidad, hacerlo apto. 

En los primeros esbozos de estas dudas no podía dejar de pensar en una poesía-matriz. Ahora entiendo que la matriz tiene que ver con el cobijo, tiene que ver con la cueva, con continuar: quizá es una poesía de supervivientes, donde clama cierto fantasma de hogar. Quizá en mi lectura (¿no son todas las lecturas eso?) no hago sino confesarme. 

Llego al sustantivo cobijo a partir de contradecirme: empiezo a buscar similitudes para ver si es viable categorizar por temáticas, por recursos literarios, por estructuras o estrofas y la palabra matriz deriva inmediatamente en la palabra cobijo. 

Cobijarse es cuidar la diferencia en el hogar, desde la afinidad y el derecho a nombrar. 

Cobijarse en el lenguaje como supervivencia, como canto. 

El cobijo tiene en sí la matriz y tiene la lumbre y el cuidado y la ternura o la voracidad de quien mira alrededor desde el centro mismo de uno, recogiendo la diferencia, dando espacio al eco y provocando el eco, la poesía que surge en el margen para sostener, para provocar un lugar donde la diversidad tiene sentido y celebración. Cobijo: lugar donde uno se resguarda. Cobijo, con su raíz indoeuropea que significa rodear, encorvarse o atar y que nos lleva a la palabra copa, a la palabra cúpula: de nuevo gruta, celebración, historia. Al final aquel que cuida no puede dejar de estar desde su individualidad dado a otras individualidades: ¿la poesía del yo, o la poesía del yo-con otros, hacia-otros?

¿No es más individual el que se encarga de términos absolutos e inabarcables pues solo hace eco de sí?

Si no es exactamente lo femenino lo que da identidad a la poesía femenina, carácter o diferencia, ¿puede serlo el cobijo? En el lenguaje de cobijo ¿existe la hiena, la garra, la guerra?  Si buscamos etimológicamente la palabra matriz llegamos sin dificultad a la palabra madera, a la palabra materia, a la palabra metrópoli. 

Si pensamos una posible temática del lenguaje de cobijo, podemos hablar de cierto nombramiento del dolor, pero no del dolor ontológico, insisto, sino de un dolor más allá, radical, colectivo. Si la preocupación masculina es la inmensidad, la femenina se ocupa de la tribu. Igualmente, el deseo sucede en eco, en diálogo con los mitos, con el nombramiento del margen de lo que dices sin estar diciendo.

¿Somos todos los cuerpos?

¿Qué es la seducción sino cierta voluntad de unión?

Quiera este artículo preguntar preguntas, ampliar -en tribu- las dudas, pensar si tiene sentido pensarlo, acordar el pálpito. 

Quizá históricamente lo que trato de averiguar al intentar pensar si tiene sentido el término poesía matriz o poesía femenina o poesía del tacto, de lo pequeño, tenga que ver con la posición desde donde se mira. 

Poesía del margen, de la supervivencia, del eco. La matriz que se llena de voces. El cobijo que permite dar paz a la diferencia, hacerse cargo de. Soportar: dar soporte.

Intuyo, luego soy, parafraseando palabras de Marta Vicente Antolín: qué intuyo, qué soy. 

Entendiendo cómo la poesía puede ser de lo absoluto, de lo inmenso y del detalle pequeño, de la lupa ¿hay una diferencia en esa intuición desde la posición en que escribimos? ¿Podemos realizar categorías desde ese lugar de intuición? 

Pensándolo desde ahí podemos quizá atisbar la diferencia del escritor encargado de mirar a la inmensidad y al universo (hombre, blanco, con posibilidades para dedicarse al noble y pulcro arte de lo poético y por tanto de términos grandilocuentes, pensamientos abstractos, términos  absolutos, universos infinitos mirando al cielo inmenso de la plenitud que es propia o jugando sin el sentido o el tema por el mero placer del juego como disfraz de artificio) y al escritor, a la escritora, encargado del pliegue, de la sombra pequeña que cambia arrojada sobre una repisa para, de alguna forma, dar voz al presente. 

Quizá todo se resume en establecer sintonías, afinidades, no únicamente desde la construcción contemporánea del yo, sino desde el margen, desde la posición, desde la intuición que nos acerca. 

Frente a la hegemonía del lenguaje masculino y sus ordenados y elegidos requisitos de calidad desde una óptica anatómica, descarnada, como el yeso frío y mudo, el lenguaje cobijo que se sostiene en un lugar de costuras, de grito, de búsqueda de oxígeno en los pequeños márgenes entre lo oficial y lo enajenado, en la piel marmórea del tacto, en la inmensidad del detalle presente. 

En palabras de Hélène Cixou “Si existe algo “propio” de la mujer es, paradójicamente, su capacidad para des-apropiarse sin egoísmo: cuerpo sin fin, sin “extremidad”, sin “partes” principales, si ella es una totalidad, es una totalidad compuesta de partes que no son totalidades, no simples objetos parciales, sino conjunto móvil y cambiante”.

Habla Adrienne Rich respecto a la temática que la “pasión por la supervivencia es el gran tema de la poesía escrita de mujeres” y hay algo en ese concepto de supervivencia que escapa a la pulcritud de la poesía engolada o cómoda, cierta suciedad o materialidad que está igualmente en poetas de una escritura al margen, destronada del circuito, denostada. Ese cuerpo sin extremidad, ese cuerpo sin cuerpo que es todo cuerpo en precipicio de la tribu y el eco. 

Pienso ahora en la poesía de Aníbal Núñez, su preocupación clásica llegando al eco del mito y su diferencia, su radicalidad de estar fuera del circuito aceptado ¿no fue la suya una poesía de matriz, que es el al fin el desarraigo de quien conoce un cobijo que pierde? ¿No lo fue la de Panero, habitando en el margen de la locura, en la institución normativa y fiscal del psiquiátrico? Igualmente pasa si pensamos históricamente la poesía de Lorca, huyendo de la hegemonía patriarcal por su homosexualidad. No hablo tanto de la vida de los autores, su biografía y el poema, como a qué les llevo el lugar desde el que escribieron, su posición en el margen, su posición de frontera.

Encuentro cierto eco (más lleno de materia y menos de surrealismo) en la poesía de Isla Correyero de Sylvia Plath. Matices que coinciden en Alda Merini, en Luisa Castro, Lorca y Vallejo en canto coral a la poesía malgache, Anne Carson dialogando con Ana Rosseti en linda belleza tocaya.

¿No es eso al fin la ruptura del ideal, de la idea? Platón creyendo ver se olvidó de lo pequeño, que es al fin el pliegue vivo de la vida viva, es decir: del presente. 

¿Aquello que se ha dado a dar como subjetivo o intimista no será quizá la capacidad de atender sin dinamitar en lucha por el protagonismo a lo atendido?

La capacidad de poner la atención del entorno al entorno, reducir el símbolo a una escala tangible, meter las patatas bajo las faldas en la fría estepa del hambre y dar calor. 

¿Qué rasgos distintivos pueden ser los que cante la tribu que trata, desde el lenguaje, de supervivirse, de continuar?

Hay quien podría pensar: el sentimiento, ¿pero no es el artificio poético en sí un acto deshonesto en sí mismo pues no se encarga tanto de la verdad como del latido?

El sentimiento queda descartado.

¿El cuerpo frente al entorno, el cuerpo en el entorno, el falso protagonismo de un yo que es un nosotras?

¿Decir lo que no se ha mirado por ser del conjuro propio del cuidado?

Sobrevivir en el envés y en escondrijo: desde ahí, desde esa gruta, nos cae el eco de la locura, el eco racial, el eco del deseo no normativo, el eco de no ser parte de un lugar que nos quiere duplicadas, ideales, útiles e iguales: la poesía de cobijo es la negación del molde.

Quizá por eso cuesta dejar espacio, porque no es tan cómodo ver lo que no se quiere mirar, sin métrica cuidada que eleve el escondite. Porque en la exhibición de la intimidad no hay solo un yo como un nosotras, una forma de re-habitar los huecos, de renombrar pudiendo dar voz a lo silenciado: ellos también se ven desde esa óptica y ese retrato astilla.

Como única respuesta recojo estos ecos y me disculpo y afirmo en cada balbuceo:

Ana Rossetti 
Isolda. Indicios vehementes (Poesía 1979-1984).

Si alguien sabe de un filtro que excuse mi extravío,
que explique el desvarío de mi sangre,
le suplico:
Antes de que se muera el jazmín de mi vientre
y se cumplan mis lunas puntuales y enteras
y mis venas se agoten de tantas madrugadas
en las que un muslo roza al muslo compañero
y lo sabe marfil pero lo piensa lumbre;
antes de que la edad extenúe en mi carne
la vehemencia, que por favor lo diga.

Contemplo ante el espejo, hospedado en mis sábanas,
las señales febriles de la noche inclemente
en donde el terso lino aulaga se vertiera
y duro pedernal y cuerpo de muchacho.

Ciño mi cinturón y el azogue me escruta,
fresas bajo mi blusa ansiosas se endurecen
y al resbalar la tela por mi inclinada espalda
parece una caricia; y la boca me arde.
si alguien sabe de un filtro que excuse mi locura
y me entregue al furor que la pasión exige,
se lo ruego, antes de que me ahogue
en mi propia fragancia, por favor,
por favor se lo ruego:                                 

                                                              que lo beba conmigo.

Ángela Figuera Aymerich
El cielo. Belleza cruel, 1958.

Colegas queridísimos, estetas defensores
del pájaro y la rosa y el mundo está bien hecho
etcétera, y cantemos el cielo en primavera,
porque es azul y estalla de gracia y poesía,
amigos y enemigos, es cierto, estáis sobrados
de sólidas razones. Seguir vuestro camino
acaso lograría salvarme de estas cosas.

De tantos anatemas comiéndose mis versos.
Pensándolo, es loable. El cielo azul tan lindo.
El cielo bondadoso de Dios y de sus ángeles.
Precioso. Pero amigos, decidme, por los clavos
de Cristo, por los clavos del hombre, ¿estáis seguros?
¿Creéis que un bello cielo nos cubre todavía?
¿Aún brilla luminoso sobre el cieno?
¿Y sigue siendo azul sobre la sangre?
Yo, así, lo cantaría con toda unción. Palabra.
Con versos bien rimados, para dormir tranquila
sabiendo que tenía mi puesto asegurado
en las Antologías del Arte más conspicuo.
Pero es casi imposible. Pues yo no veo el cielo.
No acierto a verlo, hermanos, desde hace largas fechas.
Desde hace mucho llanto me falta de los ojos.

Porque no puede verse vuestro cielo perfecto
desde un mundo entoldado con las nubes más hoscas.
Y no puede mirarse con la espalda doblada.
Ni se goza su lumbre con la nuca partida.
No puede verse el cielo con el pecho quemado
en la boca del horno,
ni se ven sus fulgores con los párpados sucios
del sudor más espeso,
ni su luz nos alcanza tanteando en las simas
de las cuencas mineras,
ni podemos mirarlo retirando las redes
con la sal en los ojos.

No es posible encontrarlo a través de la efigie
coronada de gloria del tirado sangriento,
ni se encuentra en las togas de los negros fiscales
ni en el frío destello de los sables de gala
en los bellos desfiles,
ni durmiendo en la iglesia mientras suenan las preces
por los fieles difuntos.

No se llega hasta el cielo desde tantas prisiones,
desde tantos cuarteles con sargentos y piojos,
desde tantas escuelas con los bancos helados,
desde tantos lugares con letreros que dicen:
se prohíbe la entrada.

No puede verse el cielo desde el fondo del cáncer,
desde el fondo más hondo del infierno más negro,
desde el fondo de todos los que están en el fondo,
los que son tierra sucia que pisáis sin mirarla
cuando vais extasiados por las líricas nubes.

Leopoldo María Panero 
El noi del sucre. Last river together, 1980.

Tengo un idiota dentro de mí, que llora,
que llora y que no sabe, y mira
sólo la luz, la luz que no sabe.
Tengo al niño, al niño bobo, como parado
en Dios, en un dios que no sabe
sino amar y llorar, llorar por las noches
por los niños, por los niños de falo
dulce, y suave de tocar, como la noche.
Tengo a un idiota de pie sobre una plaza
mirando y dejándose mirar, dejándose
violar por el alud de las miradas de otros, y
llorando, llorando frágilmente por la luz.
Tengo a un niño solo entre muchos, as
a beaten dog beneath the hail, bajo la lluvia, bajo
el terror de la lluvia que llora, y llora,
hoy por todos, mientras
el sol se oculta para dejar matar, y viene
a la noche de todos el niño asesino
a llorar de no se sabe por qué, de no saber hacerlo
de no saber sino tan sólo ahora
por qué y cómo matar, bajo la lluvia entera,
con el rostro perdido y el cabello demente
hambrientos, llenos de sed, de ganas
de aire, de soplar globos como antes era, fue
la vida un día antes
de que allí en la alcoba de
los padres perdiéramos la luz.

Sylvia Plath
One life. Crossing the water, 1971. 

(Publicación póstuma, selección de Ted Hughes, el poema fue escrito a finales de 1960)

Touch it: it won’t shrink like an eyeball,
This egg-shaped bailiwick, clear as a tear.
Here’s yesterday, last year —-
Palm-spear and lily distinct as flora in the vast
Windless threadwork of a tapestry.

Flick the glass with your fingernail:
It will ping like a Chinese chime in the slightest air stir
Though nobody in there looks up or bothers to answer.
The inhabitants are light as cork,
Every one of them permanently busy.

At their feet, the sea waves bow in single file.
Never trespassing in bad temper:
Stalling in midair,
Short-reined, pawing like paradeground horses.
Overhead, the clouds sit tasseled and fancy

As Victorian cushions. This family
Of valentine faces might please a collector:
They ring true, like good china.

Elsewhere the landscape is more frank.
The light falls without letup, blindingly.

A woman is dragging her shadow in a circle
About a bald hospital saucer.
It resembles the moon, or a sheet of blank paper
And appears to have suffered a sort of private blitzkrieg.
She lives quietly

With no attachments, like a foetus in a bottle,
The obsolete house, the sea, flattened to a picture
She has one too many dimensions to enter.
Grief and anger, exorcised,
Leave her alone now.

The future is a grey seagull
Tattling in its cat-voice of departure.
Age and terror, like nurses, attend her,
And a drowned man, complaining of the great cold,
Crawls up out of the sea.

Una vida. Traducción de Jesús Pardo (Antología, Visor).

Tócala: no se encogerá como pupila
esta rareza oviforme, clara como una lágrima.
He aquí ayer, el año pasado: palmiforme lanza,
azucena, como flora distinta
de un tapiz en la quieta urdimbre vasta.

Toca este vaso con los dedos: sonará
como campana china al mínimo temblor del aire
aunque nadie lo note o se anime a contestar.
Los indígenas, como el corcho graves,
todos ocupadísimos para siempre jamás.

A sus pies las olas, en fila india,
no reventando nunca de irritación, se inclinan:
en el aire se atascan,
frenan, caracolean como caballos en plaza de armas.
Las nubes enarboladas y orondas, encima.

Como almohadones victorianos. Esta familia
de rostros habituales, a un coleccionista,
por auténtica, como porcelana buena, gustaría.

En otros lugares el paisaje es más franco.
Las luces mueren súbitas, cegadoramente.

Una mujer arrastra, circular, su sombra, de un calvo
platillo de hospital en torno, parece
la luna o una cuartilla de papel intacto.
Se diría que ha sufrido una particular guerra relámpago.
Vive silente.

Y sin vínculos, cual feto en frasco, la casa
anticuada, el mar, plano como una postal,
que una dimensión de más le impide penetrar.
Dolor y cólera neutralizadas,
ahora dejadla en paz.

El porvenir es una gaviota gris, charla
con voz felina de adioses, partida.
Edad y miedo, como enfermeras, la cuidan,
y un ahogado, quejándose del frío, se agazapa
saliendo a la orilla.

Aníbal Nuñez 

Nada queda de nuestro
palomar blanco, donde
sentimos el primer
vértigo nada queda
del almendro en el que
imaginábamos lianas
y éramos dos tarzanes nada queda
de la tapia que el mundo dividía
en territorio apache
y en territorio sioux nada queda
del cuarto de las ratas
que olía a viejas historias y tampoco
queda nada me han dicho
de la terraza ni de la
galería de cristal donde el sol en invierno
se acurrucaba como un gato nada
queda de la escalera
de caracol ya nada
del jardín con castaños con acacias
con ¿qué? donde aprendimos a montar
en bicicleta nada
queda de nuestra casa
primera

               Hay una valla
y detrás nada, los expertos
han medido el terreno con sus metros cuadrados
con sus gafas cuadradas han aojado el terreno
con sus zapatos negros han sumado la tierra
de nuestra infancia que hoy no tiene
dónde meterse:

                            está prohibido
el paso a los ajenos a la obra.

César Vallejo
XXVIII. Trilce, 1922. 

HE ALMORZADO SOLO ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.

Cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir
de tales platos distantes esas cosas,
cuando habráse quebrado el propio hogar,
cuando no asoma ni madre a los labios.
Cómo iba yo a almorzar nonada.

A la mesa de un buen amigo he almorzado
con su padre recién llegado del mundo,
con sus canas tías que hablan
en tordillo retinte de porcelana,
bisbiseando por todos sus viudos alvéolos;
y con cubiertos francos de alegres tiroriros,
porque estánse en su casa. Así, ¡qué gracia!
Y me han dolido los cuchillos
de esta mesa en todo el paladar.

El yantar de estas mesas así, en que se prueba
amor ajeno en vez del propio amor,
torna tierra el brocado que no brinda la
MADRE,
hace golpe la dura deglución; el dulce,
hiel; aceite funéreo, el café.

Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,
y el sírvete materno no sale de la
tumba,
la cocina a oscuras, la miseria de amor.

Luisa Castro
Cae impenitente una lluvia de palos una virgen se lamenta. Los versos del eunuco, 1986. 

De noche cuando el eunuco
duerme
soñando con mi tercera muerte y mi corazón
divide el oro de la sangre
un pequeño temblor me habita por la boca.

Pulsar útiles arpas
entonces,
templar cálido hierro, cerrar
sobre algún sexo las manos aún gritando
sólo puedo morir, sólo puedo morir,
quizás signifique
estar cerca
de mi soledad con un nudo.
Quizás signifique verter fotografías en una zona
a menudo extranjera
golpeando una arena cimentada.

Pero cuando duerme o se empeña en la venta de
mis bienes,
en mi rostro sobre el palo, sólo queda
morir, sólo
queda morir, lo doloroso
es la mañana con himno y camareras,
lo doloroso
es mi cuerpo con andamiaje de ola como edificio
de
aire.

A las cinco se llena de mujeres como
un parque.

A las seis un viento que oscurece
lo recorre como un
sable.

Federico García Lorca
Paisaje de la multitud que orina. Poeta en Nueva York, 1940.

Nocturno de Battery Place

         Se quedaron solos:
aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas.
Se quedaron solas:
esperaban la muerte de un niño en el velero japonés. 
Se quedaron solos y solas
soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,
con el agudo quitasol que pincha
al sapo recién aplastado,
bajo un silencio con mil orejas
y diminutas bocas de agua
en los desfiladeros que resisten
el ataque violento de la luna.
Lloraba el niño del velero y se quebraban los corazones
angustiados por el testigo y la vigilia de todas las cosas
y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas
gritaban nombres oscuros, salivas y radios de níquel.
No importa que el niño calle cuando le clavan el último alfiler,
no importa la derrota de la brisa en la corola del algodón,
porque hay un mundo de la muerte con marineros definitivos
que se asomarán a los arcos y os helarán por detrás de los árboles. 
Es inútil buscar el recodo
donde la noche olvida su viaje
y acechar un silencio que no tenga
trajes rotos y cáscaras y llanto,
porque tan sólo el diminuto banquete de la araña
basta para romper el equilibrio de todo el cielo.
No hay remedio para el gemido del velero japonés,
ni para estas gentes ocultas que tropiezan con las esquinas.
El campo se muerde la cola para unir las raíces en un punto
y el ovillo busca por la grama su ansia de longitud insatisfecha.
¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los transatlánticos!
Fachadas de crin, de humo; anémonas, guantes de goma.
Todo está roto por la noche,
abierta de piernas sobre las terrazas.
Todo está roto por los tibios caños
de una terrible fuente silenciosa.
¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas! ¡Oh soldados!
Será preciso viajar por los ojos de los idiotas,
campos libres donde silban mansas cobras deslumbradas,
paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas,
para que venga la luz desmedida
que temen los ricos detrás de sus lupas,
el olor de un solo cuerpo con la doble vertiente de lis y rata
y para que se quemen estas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido
o en los cristales donde se comprenden las olas nunca repetidas.

Francisca Aguirre
Nana de los residuos. Nanas para dormir desperdicios, 2016.

Casi todo deja residuos.
Casi todo, porque hay cosas que se niegan.
Lo que sí tienen los residuos 
            es mucha variación.
Y esta variación depende de lo otro.
Porque hay cosas intangibles,
            que dejan residuos intangibles.
En cambio, hay cosas tan densas. tan espesas
        que dejan residuos como el plomo.
La desdicha es de plomo
                    y la alegría es transparente.

Pasan con los residuos cosas muy raras:
de entrada inspiran poco respeto,
tendemos a considerarlos desperdicios.
Y hay que decir que, en general, lo son,
pero también es cierto que
la variación los suele definir.
            Porque lo otro marca una distancia,
una manera ingobernable de existir
                y hasta de desaparecer.

Las ilusiones son un buen ejemplo:
pertenecen al mundo residual de la utopía,
pero a veces parecen hijas de la Ley,
implacables celadoras.
El desperdicio propiamente dicho
            es menos pegajoso que el residuo.
El residuo tiene algo de acabamiento,
                y algo que se resiste a desaparecer,
y sin embargo inexplicablemente se empaña en agotarse.
Tal vez por ello lo residual se nos parece tanto.

Alguna vez debimos ser algo completo
                    y ahora somos este residuo,
esta añoranza de aquel harapo o desperdicio
        que durante un tiempo contemplamos intacto

Andrea López Montero
Consejo editorial agua

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