El aullido de agua

(Resumen de dos años de un Consejo)

Los semas fuimos, a irrigar el agua fuimos, a irrigar su campo transparente pertrechadas de katiuskas.

Así es como fuimos.

Nuestro cuerpo ascendió en aspersión de escobillas, en las aguas cloradas de las nubes urbanas. 

Fuimos a hisopear sin la liturgia.

Nuestro saber salival asperjando, a menudo lo imperceptible, a menudo lo deliberado, fuera del poder gravitatorio del secano.

Fuimos pilas, vertidos bautismales, alcantarillados en confluencia donde desaguan las duchas inversas de hemisferios subterráneos.

Eso también fuimos.

Esparcimos diccionarios, hidrofilia de pantanos o canción y, por qué no, la inventiva: gestículos, gotículas, casuísticas, recónditas recreaciones y recados, orondos conductos bajo el brazo permeable de los flujos sumergidos.

Fuimos y bebimos y votamos.

Texturas mantecosas  en los charcos ya cumplidos y en váteres valientes la avalancha; y debajo la constancia intermitente, cubrición. El géiser clandestino registrando el parpadeo, capas y más capas y más capas atmosféricas del texto.

El rocío, testimonio que deviene en organismo, hecho suerte de refugio de los pelos y señales, convirtiendo el amasijo en la póstuma reliquia de la acera parlanchina.

Fuimos, además.

Un pulverizador con impronta de oleaje, como grifo goteando cada sed de maremoto. Francotiradores disparando el sudor salino entre los bares.  

Y más (que aun fuimos).

Y fuimos, y fumamos, braceando largas calles de piscina sin tumbonas, un striptease de cortinas y azulejos chorreantes con los restos de una estufa que contrajo la humedad. 

El frotis anfibio secreta sopores de vívidas grietas que tránsfugas fluyen.

Cuánto fuimos. ¡Oh! ¿Y qué más fuimos?

Recorridos salivares de gaznate en coctelera, chapuzones sin esquinas, bordeando la expulsión, balsas perezosas de siesta fiel. 

El anegamiento dorado entre copas por las tascas de los camareros fieles.

Un granizado de éxtasis, el hielo picado por rabietas del apego. Aterrada inmediación en los tientos de la adherencia.

¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! ¡Qué destino horripilante el del residuo inmediato para algunos: pegajosidad doliente de amante prolijo!

También fuimos y fundamos y quisimos ser toallas.

El cómodo albornoz que calienta los adverbios, un rizo algodonoso de turbante en la pantalla, el empapador del pensamiento, compresa absorbente en raudal de hemorragia.

Tenaz pañal de los calamares, filtro o fábula de los nautilos.

Más quisimos, quienes fuimos, provocar, provocar, provocar la inmediación; la riada incontrolable de la lengua resacosa. Cierto vaho necesario que proviene de ultramar.

Una, dos, hasta cien veces que quisimos ser. 

La glotis que evapora los atisbos de la voz cirrótica; la forzosa inundación de las zetas, su imposibilidad deshidratada. Aquella que no agota el mar en dudas, ni en temblor por consonante de lo sordo, de lo inútil, de la excreción frecuente de las ondas. Aquella, eso sí, en sutileza en santoral; eso sí, en sutileza en vaivén.

Cuánto quisimos y queremos este agua.

Líquido y poder, chorro a presión. Como de bombero elástico, como de higienista bucal con manguera entre los dientes, como de busca y captura, como de acróbata que congela su probable resbalón…

El desbordamiento inmediato de los cántaros.

Ya ni los hidrófugos ni los casquivanos resistirán este apocalipsis acuático y la culminación de la bomba salpicada, no resistirán la sustancialidad del escupitajo ni el asalto a los conductos.

Todos devenidos por el sumidero de los sueños para conculcar así la solidez y delinquir en aras de lo líquido, en pro de la inmersión desinhibida en la burbuja.

Y mientras no haya un “finalmente” seguiremos siendo el artefacto hidroneumático: la succión que nos entregue

el agua turbia, el agua clara, el agua turbia, el agua clara, el agua turbia, el agua clara.

Marisa Bello
Consejo editorial agua

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