El placer de vagabundear

¡Nene, piensa antes de hablar! Expresión equivalente en la gimnástica poética a ejercer de mirador, diletante o no y así “Mirar en todas partes, para en todas partes ver”. El vagabundeo que propone Roberto Artl en sus Aguafuertes porteñas podría ser un buen ejercicio antes de sentarse a escribir:

Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: “No toda es vigilia la de los ojos abiertos”.

Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el “crosta” de botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.

Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.

Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!

Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.

El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto… el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.

A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.

Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.

Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.

Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.

La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta…

Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.

Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

Roberto Arlt dejó a lo largo de años un buen puñado de crónicas, las Aguafuertes, que podrían considerarse el campanazo inaugural de otra forma de hacer periodismo en castellano.

Con el título de Aguafuertes porteñas están publicadas algunas de las crónicas escritas por él en el diario argentino El Mundo entre 1928 y 1933. En ellas se mezcla el género periodístico y el folletín, recogiendo lo descriptivo de uno y la concreción del otro.

Tanto éxito tuvieron estas crónicas que, según refirió alguna vez Juan Carlos Onetti, el director de El Mundo cambiaba regularmente el día de publicación para obligar a los lectores a acercarse al quiosco todos los días. Y se dice que fueron las Aguafuertes el motivo de que el diario se vendiera.

Guillermo García escribe en mil novecientos noventa y seis el prólogo al libro Secretos femeninos (Aguafuertes inéditas), del cual transcribimos algunos fragmentos por componer un maravilloso retrato de la escritura de Artl.

“La escritura arltiana no puede disimular una marcada predilección por el rasgo excéntrico, entendiendo esta expresión en el sentido puramente espacial. El centro como lugar de lo aceptado, la convención, la tranquilidad o el orden es, sistemáticamente, el punto evitado —y socavado— por ella. Esa intención desviatoria, esa predilección por los márgenes, es manifestación de una tendencia anárquica rastreable sobre todo en los materiales con que se construye el texto, en el trabajo con los géneros y en el tratamiento de los temas.
[…]
En realidad, se trataría de rescatar un cúmulo de voces o jergas desplazadas de los sistemas literarios dominantes y de incorporar al territorio de las letras lo excéntrico-lingüístico: básicamente, el aporte dialectal inmigratorio operado a través del lunfardo. En cuanto al aspecto genérico, se asiste a un fenómeno similar. Ya desde sus primeras producciones, Arlt pareció demostrar cierto interés por la reelaboración de formas altamente cristalizadas con fines indudablemente humorísticos. La carta abierta, el sermón, la crónica jurídico-policial, la epístola de perfil religioso, etc., son utilizadas para expresar contenidos extravagantes o describir tipos caricaturescos.
[…]
Las mismas aguafuertes, en tanto novedoso cruce de registros referenciales y literarios, no escaparían tampoco a aquellas experimentaciones de hibridaje genérico. Es notoria en esta narrativa una inclinación a tratar temas y personajes ubicados más allá de lo convencional y lo socialmente aceptable. En efecto, el tipo arltiano suele adoptar los caracteres de la marginalidad. Hay en esta escritura una inclinación constante por dar la palabra a los desclasados; en cambio, aquellos que han hallado su lugar en la estructura social y están conformes con él —tal es el caso de los “tenderos” o de los “pequeños propietarios”— son objeto de un sarcasmo feroz.
[…]
El rasgo convencional y conformista es lo ajeno por excelencia a la literatura de Roberto Arlt. El fantasma de la caída o la certeza de no pertenecer a ningún lugar socialmente definido determinan a muchos de sus personajes. De ahí también la importancia de las que podríamos denominar geografías del tránsito y la marginación: el galpón, lugar del inventor amateur, posee un matiz de clandestinidad respecto de la ciencia como institución; el calabozo, el hospital, el prostíbulo como lugares de castigo, ocultamiento y encierro, son espacios negados por la sociedad, “invisibles” pero a la vez de naturaleza curiosamente paradójica, ya que en su interior las máscaras caen y la simulación hipócrita “de afuera” queda al descubierto; la pieza de hotel o de pensión, lugar transitorio por naturaleza, se asocia al baúl, ese otro elemento de la transitoriedad y el “homo erraticus”, el tipo ciudadano tan caro al imaginario arltiano, el hombre solitario y cínico que carece de una familia y un hogar.
[…]
En la serie de aguafuertes que integran el presente volumen, el blanco de la sátira arltiana se constituye fundamentalmente en los rituales menores que rodean las relaciones entre hombres y mujeres; el noviazgo, el amor a primera vista, la castidad de las novias, el matrimonio, etc., forman parte de esos centros o “nudos” que su escritura tiende a desenmascarar.
[…]”.

Madrid, L.M. Aguafuertes porteñas. Centro Virtual Cervantes. Recuperado de: https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/arlt/obra/obra_04.html
Rondón J.M. (2015). Roberto Arlt: rabioso, salvaje y total. Sevilla: El Mundo. Recuperado de: https://www.elmundo.es/andalucia/2015/10/27/562d25d122601d0a7e8b4667.html
Artl, R. Aguafuertes porteñas. El placer de vagabundear. Derecho a leer. Recuperado de: http://biblioteca.derechoaleer.org/biblioteca/roberto-arlt/aguafuertes-portenas/el-placer-de-vagabundear.html

Jimena Cid
Consejo editorial agua

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